El viento frio era testigo absoluto de la altura que habíamos alcanzado, al salir de la loma un cóndor surcaba el aire a ras de la verticales rocas que demarcaban el cañón del río Horcones, que esa mañana del 8 de enero representaba el inicio de nuestra verdadero intento por escalar la montaña más alta de los Andes. Habían quedado atrás todos esos incómodos momentos de preparativos, esperas y tramites gubernamentales que son dignos del mejor malabarista del “Cirque du Soleil”, había llegado el momento de dejarse acariciar por el viento, abrazar por los pensamientos y contar con el innegable apoyo de un equipo que poco a poco iría sumando pasos hasta poder lograr la tan anhelada cumbre.
Ese día 8 la caminata, lenta pero constante nos tendría que llevar poco a poco hasta el primer punto de aclimatación… “Confluencia”, allí, parte de nuestro equipaje esperaba ser desplegado para brindarnos el “confort” que junto a otros elementos de “Fernando Grajales” (Agencia que estaría a nuestro lado para facilitarnos ciertos aspectos logísticos con los que podríamos, de una manera más cómoda, ajustarnos a los requerimientos de esta enorme montaña). La altura de “Confluencia” en la que los ríos provenientes de los glaciares Horcones Superior e Inferior se dan la mano, es un lugar ideal para iniciar esta importante fase de aclimatación en el proceso previo a escalar este coloso de piedra. 3.368m es una altura que no debiera molestar a nadie en este lento proceso, sin embargo, la calidad de las aguas del lugar y su alto contenido de “magnesio”, nos jugaron una mala pasada con Amalia quien, a pesar de no sentirse muy mal, pasó prácticamente toda la noche con malestar estomacal y fuertes vómitos, que solo se detuvieron al cambiar la ingesta de agua con botellas comerciales que por suerte pudimos adquirir en el mismo campamento.
El día 9 lo utilizamos para ascender lentamente hacia “Plaza Francia”… lugar que da inicio a la majestuosa “Pared Sur” del Aconcagua, 3.000m de desnivel separando verticalmente la base, de la cumbre de este gigante, haciendo de ella una de las rutas más difíciles y cotizadas de todas las montañas del mundo. El clima era auspicioso y el paisaje magnificente, los estratos geológicos se superponían en estas paredes gigantes para mostrarnos su intimidad a través de los siglos, mediante fuerzas desgarradoras que fueron capaces de levantar la tierra hasta formar a este coloso llamado “Aconcagua”. En nuestro acercamiento algunos grupos ya comenzaban a perfilarse como nuestros contemporáneos en el ascenso al “Centinela de Piedra”, entre ellos argentinos, rusos, franceses, canadienses, japoneses y así un sinnúmero de expediciones que provenientes de diversos lugares del mundo compartían un mismo sueño, acariciar la fría superficie de ese punto que se daba por llamar… Aconcagua.
Al día siguiente, el 10, desde temprano empacamos nuestro equipo, desmontamos las tres tiendas de campaña y entregamos todos los morrales y bultos a los “muleros”, que a la orden de “Grajales”, se encargarían de trasladarlo al verdadero “Campo Base” del Aconcagua… “Plaza de Mulas”. El agua de “Confluencia” había estropeado el estomago de Amalia por lo que tomamos la larga y tediosa caminata hacia nuestro siguiente objetivo con toda la paciencia del caso. Poco a poco fuimos cruzando las extensas llanuras empedradas de “Playa Ancha” y al final de la tarde, las fuertes pendientes de “Cuesta Brava” fueron nuestro último obstáculo
antes de llegar a “Plaza de Mulas”. Las lejanas carpas y fluorescentes “mangas” que delimitaban los helipuertos vecinos a la estación de guardaparques y a la medicatura nos daban la bienvenida a un surrealismo en el que un improvisado concierto de “rock” llamaba la atención con pintorescos personajes celebrando el final de una nueva jornada al ritmo de una desatinada mezcla de flautas, tambores y cualquier otra “cosa” que pudiera brindar un sonido parecido a la “música”. Amalia y yo atravesamos un mundo de carpas, la mayoría identificadas con nombres de empresas prestadoras de servicios, hasta ver a Edgar y José, que agitando los brazos nos indicaban el sector correspondiente a “Grajales”… nuestro “hogar” para los próximos días. El “Staff” del lugar se presentó y nos asignaron así nuestra carpa comedor en la que discurrirían muchas de las horas antes de comenzar el ascenso hacia la cumbre de esta montaña. Eran las 9:15 de la noche y un enrojecido cielo se llevaba consigo el último rallo de luz del día y poco a poco el frío de la noche iba haciendo prepararnos para el merecido descanso, naturalmente no sin antes tomar una suculenta cena preparada por el cocinero encargado del campamento… Emanuelle. El sonido del cierre de la carpa tardó menos que nuestros parpados al cerrarse y sumirnos en un profundo sueño, solo una lejana “música” rompía el profundo silencio del lugar, que al salir el sol se descubriría como un sitio muy diferente al que habíamos encontrado. Un día de descanso bien merecido, nos obligó a cumplir con el compromiso del “chequeo médico” exigido por la “Dirección del Parque Aconcagua”, en el que todos presentábamos condiciones de salud óptimas exceptuando ligeras trazas de deshidratación aumentadas por el uso del “Diamox” como elemento preventivo del “Mal de Altura”. Esta fue una excelente excusa para aumentar nuestra ingesta de bebidas y dedicar las horas libres del día a comer, comer y luego… seguir comiendo. Dedicamos varias horas de la tarde a la selección y arreglo del equipo que al día siguiente tendríamos que subir a nuestro primer campamento de altura ubicado en “Nido de Cóndor”, una meticulosa selección nos obligaba en diferentes ocasiones a desprendernos de cosas que varias semanas atrás habíamos considerado indispensables… José me decía: ¿“Alfredo 6 medias”?, a lo cual yo respondía de manera inclemente… “No, solo 4”. Y así pasaban las horas y de igual manera el calor del día, dando una vez más el paso a un frío que nos hacia utilizar todo el equipo que disponiamos para ser utilizado en alturas mayores. Sueños, pesadillas, ronquidos cruzaban el frío y oscuro ambiente de la noche en el que solo nuestro saco de dormir actuaba como una gran coraza protegiéndonos no tan solo de la inclemencia climatológica sino de nuestra agitada mente, pudiendo así finalmente caer en el sueño profundo que verdaderamente nos hacía falta.
A pesar de la suave caricia de luz que llegaba a través de la delgada tela de nylon de las carpas, salir del saco de dormir se convertía en un verdadero reto a la voluntad de cada uno de nosotros, solo la obligación de comenzar la jornada, nos empujaba al aire frío matutino y al unísono, dentro de nuestra carpa comedor, todos aguardábamos a las 9:15 de la mañana, hora en la que el sol nos abrazaba con su calor e intensa luz. Como hormigas, todos los habitantes de “Plaza de Mulas” comenzaban a salir de sus carpas y a prepararse para la jornada… la nuestra, sería dura, nos tocaba hacer nuestro primer “trabajo de porteo” a “Nido de Cóndor”, 1.100 metros de desnivel que nos colocarían a 5.500 metros de altura para ir así, lentamente acostumbrando nuestros cuerpos a las duras condiciones de la altura. “Pole Pole”, “Vistari Vistari”, “Piano Piano”, de cualquier manera que se diga y en cualquier parte del mundo, nunca había sido tan cierto este “dicho” en el que se refleja la prudencia y el ahorro de energías que debe prevalecer en las “Altas Montañas”. Las pendientes que llevan a “Nido de Cóndor”, están surcadas por largos “zig-zags” que poco a poco van remontando la inclinada cuesta, que con morrales rondando los 14 Kg. se hace más fuerte de lo que tradicionalmente esperábamos. Por suerte, se trataba de dejar el equipo y regresar casi inmediatamente al “confort” y la buena comida de Plaza de Mulas, para tomar 1 día adicional de descanso y recuperación y así finalmente el 14, avanzada la mañana, despedirnos de “Plaza de Mulas” hasta que, con la cumbre o sin ella, diéramos por completada nuestra aventura.
El sonido del helicóptero era prácticamente nuestro despertador en “Plaza de Mulas”, el aire frío de la mañana era aprovechado por los pilotos para cumplir con el sinnúmero de tareas que tenían asignadas… retirar las excretas acumuladas en todas las letrinas del lugar, realizar los rescates que fuesen necesarios, entregar provisiones y equipos, así como hacer traslados de pasajeros hacia la zona de “Horcones”. Una vez abiertos los ojos y darle rienda suelta a las emociones que rondaban nuestras cabezas, el sueño daba paso inmediato a las ganas de entrar en acción, esta era la única manera de “exorcizar” nuestros miedos e inseguridades, especialmente esa mañana del día 14 en la que ya tendríamos que despojarnos de todas las comodidades del Campo Base y emprender la escalada definitiva hacia la cumbre de los Andes. Poco antes de medio día, con un emotivo saludo al “Staff” Grajales emprendimos el ya conocido camino hacia “Nido de Cóndor”… lento, un paso daba chance al siguiente, una pendiente a la otra, alternando todo con periódicos y desordenados descansos y ese testigo ineludible, el tiempo, que era testigo de nuestro ascenso. Fui quedando rezagado admirando el innegable trabajo de José hacía al marcar el paso de una manera disciplinada y ejemplar al resto del grupo. Todos lo seguían y demostraban cuan acertada era su técnica para administrar las energías en este lugar en el que la altura marcaba la prudencia en el uso de este escaso recurso. Al final de la tarde ya todos estábamos en la “cota” correspondiente a Nido de Cóndor. Nuestra llegada se vio adornada por una sutil pero persistente nevada que nos obligó a apresurar los arreglos para pasar la noche y prepararnos para el descanso del día siguiente en el que permaneceríamos toda la jornada a esta altura para ver como respondía nuestro cuerpo a la altura y, en caso afirmativo, continuar con nuestro ascenso hacia el campamento “Cólera” (5.870m) el día 16.
Era 15 de enero, sabíamos que se acercaba la hora final, después de intentar encender una cocinita marca “Doite” y haber fracasado en el intento, nos tuvimos que conformar con pasar casi todo el día intentando hacer unos 14 litros de agua para distribuirlos en las botellas personales y preparar algo de comida… una tarea titánica que comenzó a crear inquietud en el grupo, que afortunadamente respondía muy eficientemente ante las inclemencias de la altura y el frío exagerado. Esa noche estuvo marcada por un fuerte viento que zarandeaba la carpa de un lado a otro haciéndonos esperar lo peor del momento. Entre un sobresalto y otro, la noche fue dando paso al brillo gratificante del sol que trajo consigo una merma en la fuerza que había traído el viento durante la noche. Escogimos solo lo necesario y enfilamos hacia el campamento “Colera”, que a pesar de ser solo 370m más alto, se hacía notar el efecto imborrable de la altura, cuyo único aliciente era que por cada metro ganado, era un metro más de proximidad a la cumbre. Al pasar el refugio “Berlín”, solo una pronunciada pendiente nos separaba del lugar donde pasaríamos las dos últimas noches bajo la incomodidad del frío, la sed y la altura. La noche del 16 el termómetro marcaba -15°C, lo que aumentaba la lucha interna por comenzar nuestra caminata a la hora prevista… 4:30am. Era como un sueño vivido, en el que como sonámbulos íbamos colocándonos uno a uno los implementos que utilizaríamos durante el ascenso del día hacia la cumbre. Lentamente entre susurros y el sonido del viento, nuestros pasos comenzaron a enfilar hacia la cuesta al mismo tiempo en el que tímidamente el sol iniciaba a inundar con sus caricias la superficie de las altas montañas que nos rodeaba… “Tupungato”, “Tolosa”, “Catedral” y muchos otros que daban al lugar la magia necesaria que nos permitía avanzar en nuestro “calvario” de esfuerzo y frío. Paso a paso, como ya se había hecho costumbre, José marcaba los pasos con la paciencia que le acostumbraba y poco a poco los metros para llegar al objetivo se iban acortando. Un ligero error me hacia tener que caminar sin “crampones” aumentando así la dificultad en las pendientes de mayor inclinación separándome así lentamente del grupo y, subyugado por el caluroso abrazo del sol, a la altura de “Piedra Blanca”, una gran roca me sirvió de “trono” para detener de manera definitiva mi marcha… era mi momento de regreso. Con la esperanza y el fuerte deseo por el éxito del resto del grupo, lentamente emprendí el descenso en busca de algún confort dentro de ese mundo de helados vientos y sensaciones extremas.
Una vez en el interior de la carpa, mis ojos se cerraron con el sueño del cansancio y el olvido hasta que, de pronto, una voz me sacó del letargo… era José que mencionaba mi nombre, el tiempo había sido muy corto para él haber llegado a la cima. Sin muchas preguntas pude percatarme de sus pies helados, las medias frías y húmedas denotaban que algo había pasado con sus botas y lo habían obligado a retroceder ante la posibilidad de males mayores… También él se tendió entre los sacos de dormir y a pesar del dolor de sus pies, fue siendo seducido por el intenso cansancio y sopor de la altura. Tan pronto la temperatura y el ánimo me lo permitieron, salí de la carpa para preparar agua, sabía que íbamos a necesitar mucha agua y también algo de comida. Agazapado en la entrada de la carpa poco a poco fui derritiendo nieve y acompañado de algunos saborizantes, el agua insípida y desmineralizada de los neveros se fue convirtiendo en ese acostumbrado sabor a comida y bebida que reconfortaría nuestros cuerpos.
Acercándose las 10:30 de la mañana, la figura de “Giampi” apareció en la lejana pendiente y no tardó mucho en alcanzar nuestro campamento… él también había desistido de su intento por llegar a la cumbre, debido al fuerte viento que soplaba en las proximidades de la “Canaleta”. A partir de ese momento, nuestras miradas no se separaron de las pendientes que conducían a la cumbre. Amalia, Viviane y Edgar eran los tres restantes del grupo en los que nuestras esperanzas estaban colocadas. Las diferentes cordadas que habían salido en la madrugada fueron apareciendo una a una y tratábamos de indagar entre ellas sobre el destino de nuestros tres compañeros, los colores de sus chaquetas, la forma de caminar, sus estaturas, se transformaron en un juego de azar entre nosotros. Finalmente cerca de las 6 de la tarde sus tres figuras llenas de entusiasmo aparecieron ante nuestros ojos y en poco tiempo, entre abrazos y llantos nos confirmaban lo que tanto habíamos estado esperando…
Jueves 17 de enero a las 14:42, Amalia Carrillo M., Viviane Chonchol y Edgar Cerezo lograron alcanzar la cima del “Centinela de Piedra”, ahora solo quedaba comer, beber, descansar y huir a tierras más cómodas. Aún nos faltaban 5 días para llegar a Mendoza, sin embargo, ya rondaba en nuestras mentes el sabor a comida fresca y buen vino. El baño de agua caliente, las cobijas limpias y cortos paseos por las calles de la ciudad eran ahora el aliento para dar el siguiente paso, más adelante ya pensaríamos en nuestro nuevo objetivo… que seguramente compartiré con todos ustedes.